La vida es una fiesta y yo soy la piñata.
Estoy llena de dulces y sorpresas.
La gente que me admira también se turna para agarrarme a palos.
“Cuando me muera quiero que me
cremen y tengan mis cenizas en la casa para poder seguir cuidando a mis hijos”.
Mamá, cuando la ocasión requería hablar de eso que muchas no quieren y otras asumen
con paz refería esta como su voluntad inapelable.
A mí personalmente, en mi
imaginación infantil, la idea de un horno me parecía terrorífica, supongo que
aún no asumía lo que significaba para el cuerpo la muerte ¿y si me despierto y
estoy ahí encerrada? (me pregunto si alguien asume realmente lo que significa
para el cuerpo la muerte en algún punto de su vida). Descartaba la idea de mi
cuerpo en una plancha reducido a cenizas por el fuego y la idea de mi madre pasando
siquiera por la muerte me era impensable.
Años después unos hombres sin
rostro asesinaron al más pequeño de sus hijos: el más pequeño de mis hermanos. Un
joven astuto, amoroso, apenas entrando en sus veintes, como dicen por ahí: con
toda la vida por delante. Vivir era su derecho inapelable.
Usualmente no hablamos de la
muerte, y cuando lo hacemos hablamos de muchas cosas pero no de nuestro cuerpo.
Me refiero al cuerpo muerto. Existen personas muy prácticas que ya tomaron una
decisión: quiero tal, quiero tal. Paquetes funerarios, tu caja con madera y
metal a elegir, todo un catálogo para sentir que tienes un poco de control
sobre aquello que en realidad nadie controla.
¿Pensamos a menudo en nuestro
cuerpo en tercera persona cuando de este se prive la vida? ¿lo hacemos
sintiendo paz o miedo o alegría o ira?
El deseo muta constantemente,
incluso aquel que en su momento es una voluntad inapelable. Todo se mueve.
“No, no no, a mí no me van a
cremar, yo quiero que me entierren con mi niño.”
Todo se mueve.