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Imelda tenía diecinueve años y dos hijos pequeños. Se había casado en Culiacán cuando apenas hubo dado dieciséis vueltas al sol: durante veinticinco años ese matrimonio la llevó a muchos lugares que prefiere no recordar.
Igual vámonos más atrás, al día en que allá en el caluroso Apatzingán de la Constitución Imelda se cansó del encierro y sin pedir perdón ni permiso se montó en una Brasilia, un pequeño automóvil de la Volkswagen y dando tumbos aprendió a manejar. Consiguió su libertad chiquita en un carrito gris, montó a sus dos niños y respiró eso que los hombre llaman libertad por primera vez.
En Apatzingán Imelda conoció las enchiladas con pollo, de esas que llevan repollo, zanahoria y papitas fritas y las replicó mil veces a la orilla del río Tamazula de regreso a Culiacán. Mujer hábil replicó la receta de la morisqueta, ese platillo sencillo y llenador: arroz blanco, frijoles, caldillo de tomate "El puerco en chile colorado es nada más para las fiestas" responde cuando le preguntan por qué no es idéntica a la receta Michoacana.
Veinticinco años después, otra vez sin pedir perdón y sin pedir permiso Imelda decidió tomar de nuevo en sus manos eso que llaman libertad.
Hace un par de años la vida le quitó al más pequeños de sus hijos y la casi toda luz abandonó sus ojos oscuros. Sigue cocinando como su abuela: moliendo los chiles y llorando a escondidas para que nadie la vea, para que al sentarnos en su mesa volvamos a encontrar la fuerza para continuar esta jornada llamada vida.

Cuantos sentimientos emanan tus palabras.
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