No sé bien en qué momento comenzó.
Era el chiste y a la vez el regaño familiar: “ya estás todo hinchado otra vez, gordo, te vas a morir”, “estás amarillo, mírate, si te enfermas yo no te voy a cuidar, no quieres agarrar la onda”. A ratos me preocupaba, me hacía jugos verdes en ayunas, comía saludable y regresaba a mi color natural. Pero no dejaba de tomar. No podía dejar de tomar. Era eso o vivir
era precisamente eso: tomar o vivir.
Vivir, todo lo que implica vivir.
Un día mi padre murió, borracho, solo y por su propia mano, yo fui el último en verlo. Tres meses después tomar jugo verde en ayunas dejó de funcionar, mi piel pasó de ocasionalmente amarilla a gris, nunca volvió a su color original.
Fui perdiendo todo: mi matrimonio, mi casa, mis fuerzas.
Dejé de tomar, dejé de comer lo que tanto me gustaba pero la enfermedad seguía avanzando. Irreversible.
Tengo un hijo, tengo una hija, tengo un gato y tengo miedo de morir.
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